Medallas de Oro de Salamanca 2023: Intervención de Pedro Gutiérrez Moya 'El Niño de la Capea'
Autoridades y amigos, buenas tardes:
Cuando recibí la llamada del señor alcalde para comunicarme la concesión de la Medalla de Oro de mi ciudad, de nuestra querida Salamanca, literalmente me quedé sin habla, asaltado por la emoción y también por la responsabilidad, porque soy consciente de lo que esta distinción significa.
Soy salmantino de nacimiento y vida, un niño criado en el barrio más humilde y con más carencias de la ciudad, que ni siquiera tenía agua corriente y cuyas calles, donde jugábamos, eran de tierra, barrizales en invierno. Allí y entonces tomé conciencia de las necesidades sociales y económicas, mejor dicho: las padecí, condenado a una vida sin alternativas. Por eso recibí con alegría esperanzada la inauguración de la Escuela Taurina La Capea. Desde las quimeras del niño inquieto que era, un niño que no se resignaba a su suerte, lo tuve claro ya en el primer momento: en el Toreo y frente al toro estaba mi solución. No veía, ni quería ver, otro camino para cambiar mi destino. Soñaba con ser Torero.
En Salamanca me medí con las dificultades y me probé en el riesgo de mi primera novillada. Se me abrió esa ventana para la esperanza gracias a mis padres que, no teniendo nada, sacrificaron esa nada, sus escasísimos ahorros, para regalarme esa oportunidad, dándome alas con todos sus recursos. Era mi única oportunidad, o la aprovechaba o me quedaba en la cuneta. Quienes han nacido en la abundancia desconocen lo que eso supone: los pequeños ahorros de mis padres, el fruto escaso de su vida de trabajo, se jugaba al todo o la nada en el tablero de mis azares.
En ese momento asumí mi responsabilidad, un sentimiento que estaba por encima de lo demás, así del miedo como del valor. La responsabilidad con mis padres, a quienes guardo en el corazón, la responsabilidad con mi gente, la responsabilidad también con los aficionados. Qué redentora es la pobreza cuando sobre ella se impone la rebeldía, una rebeldía alimentada por la certidumbre de que yo tenía que sacarme y rescatar a los míos de aquella encrucijada negra.
¿Y si yo no funcionaba?
El fracaso me hubiera condenado a un estado de necesidad que yo no podía admitir para mí ni para los míos. Vuelvo al sentimiento de responsabilidad. Otros, acunados por la fortuna, tendrían segundas oportunidades. Yo no, yo tenía que funcionar y funcioné, empecé a funcionar enseguida. Y como el horizonte se me iba despejando, la primera cogida, mi bautismo de sangre, ni siquiera me dolió. Solo quería salir del hospital cuanto antes, volverme a vestir de torero y cortar las orejas para regresar de inmediato a mi casa para compartir con ellos, con mis padres, y acariciar juntos el deslumbramiento de que pronto pasaríamos al otro lado del Tormes, río que en aquellos años marcaba la frontera entre el bienestar y la desesperanza.
Yo me hice torero en la cara del toro, sin posibilidad de dudar. Todo lo tenía por descubrir cuando empecé. Y daba el pecho a las incertidumbres desde la ignorancia, porque lo cierto es que yo aprendí a torear toreando, movido por el ideal de que no podía defraudar a mis padres y, sobre todo, de que no me podía defraudar a mí mismo. Mi única opción descansaba en los ojos del toro, en esa mirada cargada de misterio y fuerza, incitante en el peligro.
Y enseguida descubrí la grandeza sin límites del Campo Charro, el mejor y más hermoso del mundo, un paraíso de encinas, alcornoques y quejigos defendido por el Toro, el guardián de la dehesa. Soñaba con que ese mundo algún día sería mi mundo. Y así ha sido. Lo proclamo desde la sencillez pero con orgullo: el Campo Charro es mi mundo, el de mi mujer y mis hijos, el de mis nietos. Los capea estamos entrañados en él, entrañamiento conseguido con pasión, esfuerzo y entrega, también con sangre, porque ya lo decía el Gallo: quien no quiera cogidas que se meta a obispo.
Muy pronto, con los triunfos, llegaron las exigencias y también las intransigencias. En el mundo del toro nunca se regaló nada, y menos a mí, que venía de abajo y que iba por derecho. Si estaba de Dios que fuera duro, pues adelante, me dije, aferrado a la seguridad de que por ese camino tenía que avanzar siendo fiel a la verdad de mi carácter humilde y mi naturaleza sencilla, la de un salmantino que se reconoce en los valores de la tradición, la familia y la amistad.
Gracias al toreo entré en Francia y penetré de triunfo en triunfo en los países taurinos de la América hispana: Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela, esa Venezuela que tanto nos duele a quienes la vivimos en su esplendor. A México lo llevo en las entretelas del alma: tierra inmensa y de inmensidad deslumbrante que quiso y supo auparme en los momentos más delicados de mi carrera y donde adquirí la seguridad de que ya se habían acabado las prisas por pasar al otro lado del Tormes. “México lindo y querido”, proclama la ranchera que Jorge Negrete hizo famosa en el mundo entero. Y tal lo siento yo desde los adentros del alma: México lindo y querido, conmigo te llevo a donde quiera que vaya.
A partir de ahí empezó un reconocimiento y un respeto que antes no había sentido. Y tengo que decir muy alto que en México siempre, siempre, me llamaron y me hicieron sentirme el torero de Salamanca. Nada más y nada menos que el torero de Salamanca. Que maravillosamente bien me entendí con aquella afición tan apasionada, tan vehemente, tan entendida y tan generosa.
¿Y cómo no iba a estar orgulloso y satisfecho, además de agradecido? Habiendo sido un niño del lado pobre del río, condenado a ser un don nadie, me había convertido en emblema de mi ciudad. ¿Cabe un título más honroso? Sinceramente, yo creo que no.
Tengo en mí haber más de dos mil tardes en la cara del toro, lo que ahora recuerdo sin altanería ni soberbia, pero sí con la convicción de ser un hombre que ha cuajado su destino desde los valores del esfuerzo, la lealtad, la devoción por mi profesión, la querencia por Salamanca y el amor a mi familia, a la que estoy tan íntima e indisolublemente unido como la uña a la carne.
Cuando miro hacia atrás, me siento feliz, alegre, dichoso y radiante por cuanto he conseguido.
Y cuando encaro el futuro, a pesar de las adversidades, lo hago con esperanza. ¿Y también con optimismo? Sí, también con optimismo, porque ese es mi carácter.
Termino ya: qué grandeza la de Salamanca, qué gloria la del Toreo y que fortuna tan inmensa la mía por ser salmantino y torero.
Señor alcalde, queridos amigos, muchas, muchas, muchísimas gracias.